El
incremento de la cultura científica produce un incremento en la
actitud positiva hacia la ciencia, y una actitud negativa hacia la
ciencia es el resultado de la ignorancia.
Para
quienes hayan leído la frase anterior con deleite, traigo un
contrajemplo demoledor, el de la iniciativa Concise, consistente en
reunir a cien personas representativas de la sociedad en varias mesas
de debate en las que hablaron libremente de temas científicos
controvertidos (cambio climático, vacunas, organismos modificados
genéticamente y terapias alternativas), sin la intervención de
expertos, y en registrar sus conversaciones. Según la responsable
del estudio, la catedrática Carolina Moreno, «[el respaldo a las
falsas terapias] no era un problema de educación; las personas con
baja formación confían más en las fuentes institucionales». Hay
más, en pequeños estudios anteriores, el equipo de Moreno ya se
había dado cuenta de que «se estaban rompiendo los esquemas de los
investigadores» a este respecto. En cualquier caso, falta por hacer
un análisis pormenorizado de la información.
¿Por
qué ocurre esto?
A
priori, cabría suponer lo contrario. En los ochenta del s. XX, se
sistematizó la disciplina de la comprensión pública de la
ciencia (CPC) y se esgrimieron para ello unos argumentos en su
favor: las fuerzas laborales mejor formadas redundan en la
prosperidad nacional, la innovación reporta unos beneficios
económicos, se toman decisiones políticas públicas informadas, las
decisiones personales mejoran la vida de cada uno −en materia de
dieta, salud, etc.−, se estimula la cultura... Todo ello nos haría
darnos cuenta de que con la ciencia vivimos mejor. En esa misma
década se desarrolló la Escala de Oxford, que mide el conocimiento,
y se detectaron unos niveles alarmantemente bajos en la sociedad.
John Durant postula en 1989 que «el conocimiento está positivamente
relacionado con la actitud». En esa época, la opinión generalizada
entre los científicos es la más intuitiva: que las actitudes
negativas hacia la ciencia se basan en el desconocimiento (es el caso
de la energía nuclear).
En
la década de los 90, se empieza a poner en tela de juicio esta
concepción: Collins y Pinch proponen que lo importante para evaluar
la cultura científica pasa a ser la ciencia como proceso y no la
idea que de ella se tenía anteriormente: una acumulación fija y
certera de conocimientos. Se propone reconceptualizar las relaciones
entre la ciencia y la sociedad. Lévy-Leblond da un tirón de orejas
a los científicos y los insta a que también ellos se culturicen (se
refiere a que manejen aspectos sociales, políticos y éticos de la
ciencia y la tecnología). Se critican las encuestas que se venían
realizando; por ejemplo, se cuestiona que sea útil que el ciudadano
de a pie sepa que un electrón es más pequeño que un átomo. El
concepto de alfabetización (general) evoluciona; en su momento, se
consideraba que alguien era letrado si sabía leer y escribir,
mientras que ahora se han incorporado otras exigencias.
Paralelamente, se ha desarrollado el concepto del a «alfabetización
científica». Thomas y Durant postulan que toda persona letrada
científicamente debe saber que el mundo es comprensible, que las
ideas científicas están sujetas a cambios, que el conocimiento
científico es perdurable, que la ciencia exige evidencia, que la
ciencia explica y predice, que los científicos tratan de evitar los
sesgos, que existen unos principios éticos generalizados en la
cultura de la ciencia, que la ciencia no es autoritaria, etc. Antes
se exigían conocimientos sobre el mundo, ahora se han incorporado
los de los mecanismos y valores de la ciencia.
Volviendo
al artículo sobre la iniciativa Concise, se ve claramente que muchos
de los que expresaban sus opiniones en las mesas de debate no cumplen
los requisitos de Thomas y Durant, lo demuestran frases como «Todo
el mundo sabe que los científicos no tienen ética» o «La
información que te da un médico sobre las vacunas no es la verdad,
es su conclusión».
En
resumidas cuentas: vamos a matizar el enunciado inicial. El
incremento de la cultura científica −si se trata de una cultura
científica bien entendida, que incluya habilidades críticas, como
el conocimiento de los procesos científicos−
produce un incremento en la actitud positiva hacia la ciencia, y una
actitud negativa hacia la ciencia es el resultado de la ignorancia.
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