Piensa
en un episodio en que un maestro de escuela haya tratado a un grupo
de alumnos de forma despiadada. ¿Ya? Tengo otro mejor: el del
experimento que realizó Jane Elliot en su clase en los años 60 (10º
elemento de esta lista de experimentos infames). Exponiendo sus
supuestas creencias, pero también comportándose conforme a estas,
Elliot indujo a sus alumnos a pensar durante un día que las personas
de ojos azules son más inteligentes que las de ojos marrones. Los
chavales adoptaron una conducta acorde con lo que se esperaba de su
recién inventada casta. Profecía autocumplida, así llama a
este fenómeno la modernez del lenguaje.
Tengo
más profecías autocumplidas. Muchos de los que tenemos «una edad»
hemos sido educados en un sistema que separaba a los alumnos en dos
grupos, el A y el B, según sus capacidades intelectuales. Al
comienzo de cada ciclo, se adjudicaba una treintena de alumnos a cada
clase, grupo que pasaba de un curso a otro hecho compartimento
estanco durante dos o tres años, dependiendo del ciclo. Hace poco,
un amigo de la infancia me decía a propósito de este asunto: «Mira,
¡acertaban!». No acertaban. Para yo mantener que aquello suponía
un acierto respecto al futuro rendimiento académico de cada alumno,
tendrían que haberse dado dos circunstancias:
a)
que el alumno no supiera qué categoría se le había asignado hasta
que concluyera su vida académica (una consecuencia de esto sería
que en ambas clases tendrían que estar las dos categorías
mezcladas, para no dar lugar a elucubraciones); y
b)
que tampoco lo supieran los maestros que impartían las clases; es
decir, que se mantuviera la asignación en secreto, que los
visionarios y los maestros que tomaran el relevo fueran personas
distintas, que pertenecieran a centros diferentes y que no estuvieran
en contacto.
No
se cumplía ninguna de estas condiciones. Es más, la dinámica
imperante era lo contrario de lo que los científicos llaman
«experimento doble ciego» o «de doble enmascaramiento» (ni el
paciente sabe si lo que toma es un fármaco o un placebo, ni lo sabe
el profesional que lo trata). Era lo contrario, no solo porque estaba
disponible la información que tendría que haber estado velada, sino
porque se ejercía una enorme influencia en el alumno por partida
múltiple:
-
el propio alumno de la clase B se desmoralizaba (o el del A se
animaba);
-
el profesor tenía más o menos expectativas respecto a él y se las
transmitía, por ejemplo, impartiendo un temario más reducido en la
clase B;
-
la propia sociedad (familias, mayormente) ejercía una influencia
similar a la del profesor.
Acabo
de describir una «clase interactiva». Con «clase»
no me refiero al grupo escolar y con «interactiva»
no me refiero a que se usaran nuevas tecnologías, con participación
activa de los educandos. El concepto de 'clase interactiva' está
acuñado en la filosofía de la ciencia y se opone al de 'clase
indiferente'. La diferencia está en si las personas o entes
clasificados son conscientes o no de haber sido encasillados. Y se ha
argumentado con solidez que, en el primero de los casos, los sujetos
sufren la influencia de la clasificación, debido precisamente a ese
autoconocimiento, y que, a su vez, influyen en la forma de clasificar
y en la ciencia que los estudia, generando un bucle.
Una
consecuencia de esta distinción es que las clases interactivas se
dan más en ciencias sociales, mientras que las indiferentes abundan
más en las ciencias naturales. Un ejemplo de clase indiferente sería
el de los microbios, que, por más que evolucionen según las
manipulaciones de las que son objeto (responden a una selección; por
ejemplo, las bacterias que utilizamos en el yogur tienen más
probabilidades de supervivencia), no son conscientes de las perrerías
que padecen ni se despeinan por los juicios que albergamos sobre
ellas.
Aquí
va un intento de buscar un ejemplo de clase indiferente que ataña a
seres humanos, y seguimos en el cole: los grupos etarios que
determinan a qué curso va cada escolar. En principio, es una
clasificación bastante «natural», objetiva. Estaríamos, de
entrada, ante una clase indiferente. Sin embargo, a esto también se
le puede sacar punta. Un niño nacido en diciembre compartirá aula
con otros que hayan nacido casi un año antes que él y verá que se
le exige lo mismo. Por el contrario, otro que haya nacido tan solo un
mes más tarde, no se someterá a esa presión. Ya estamos influyendo
en ellos. Aparte de que las materias que se imparten en cada curso se
eligen de forma en parte arbitraria; tal vez en otro país, se
enseñen cosas distintas. Conclusión: no es fácil encontrar un
ejemplo. Como mucho, diremos que en este caso, estamos ante un grupo
indiferente con componentes de interactivo, y es que la oposición
entre estos dos términos también admite grises.
Un
ejemplo mejor: los grupos etarios que marca el calendario de
vacunas. Aquí ya sí estamos ante algo delimitado mucho más
nítidamente; el saber que has sido vacunado o no influirá poco en
tu conducta (de hecho, ¿quién se acuerda de qué vacunas ha
definido?). He encontrado una clase indiferente en personas, pero he
tenido que acotar mucho (para un propósito muy específico: para la
administración de vacunas) y recurrir a la implicación de nuestros
vecinos los microbios.
Llegado
a este punto, creo que queda claro que pienso que las razas no
existen. En realidad, sí existen en el sentido de que te marcan y
están en la cabeza de muchas personas, lo que no es poco (se
argumenta esto en este programa, hacia el final). Pero son categorías
interactivas. La razón en que me baso es que no existen la esencia
negra, la esencia china ni la esencia de ninguna raza; no existe
ningún gen, marca o rasgo que sea común a todos los miembros de uno
de estos grupos o que sea necesario o suficiente para establecer la
pertenencia. El color de la piel no es necesario para ser negro: los
hay albinos y con seguridad un racista tuerce el gesto (físicamente
o no) ante ellos. Tampoco es suficiente: un blanco español puede
adquirir un moreno marbellí, llegar al mismo tono que una persona
afrodescendiente y aún así considerarse blanco. Por añadidura, en
el improbable caso de que se descubriera tal esencia, faltaría por
ver que esta se correlacionara unívocamente con otros rasgos o
conductas. De momento, lo que se da en la sociedad es un experimento
de Elliot a escala industrial.
Imagen
de Doris Metternich, compartida en Pixabay