viernes, 6 de marzo de 2020

Azul, dabuten; ocre, mediocre


Piensa en un episodio en que un maestro de escuela haya tratado a un grupo de alumnos de forma despiadada. ¿Ya? Tengo otro mejor: el del experimento que realizó Jane Elliot en su clase en los años 60 (10º elemento de esta lista de experimentos infames). Exponiendo sus supuestas creencias, pero también comportándose conforme a estas, Elliot indujo a sus alumnos a pensar durante un día que las personas de ojos azules son más inteligentes que las de ojos marrones. Los chavales adoptaron una conducta acorde con lo que se esperaba de su recién inventada casta. Profecía autocumplida, así llama a este fenómeno la modernez del lenguaje.

Tengo más profecías autocumplidas. Muchos de los que tenemos «una edad» hemos sido educados en un sistema que separaba a los alumnos en dos grupos, el A y el B, según sus capacidades intelectuales. Al comienzo de cada ciclo, se adjudicaba una treintena de alumnos a cada clase, grupo que pasaba de un curso a otro hecho compartimento estanco durante dos o tres años, dependiendo del ciclo. Hace poco, un amigo de la infancia me decía a propósito de este asunto: «Mira, ¡acertaban!». No acertaban. Para yo mantener que aquello suponía un acierto respecto al futuro rendimiento académico de cada alumno, tendrían que haberse dado dos circunstancias:
a) que el alumno no supiera qué categoría se le había asignado hasta que concluyera su vida académica (una consecuencia de esto sería que en ambas clases tendrían que estar las dos categorías mezcladas, para no dar lugar a elucubraciones); y
b) que tampoco lo supieran los maestros que impartían las clases; es decir, que se mantuviera la asignación en secreto, que los visionarios y los maestros que tomaran el relevo fueran personas distintas, que pertenecieran a centros diferentes y que no estuvieran en contacto.

No se cumplía ninguna de estas condiciones. Es más, la dinámica imperante era lo contrario de lo que los científicos llaman «experimento doble ciego» o «de doble enmascaramiento» (ni el paciente sabe si lo que toma es un fármaco o un placebo, ni lo sabe el profesional que lo trata). Era lo contrario, no solo porque estaba disponible la información que tendría que haber estado velada, sino porque se ejercía una enorme influencia en el alumno por partida múltiple:
- el propio alumno de la clase B se desmoralizaba (o el del A se animaba);
- el profesor tenía más o menos expectativas respecto a él y se las transmitía, por ejemplo, impartiendo un temario más reducido en la clase B;
- la propia sociedad (familias, mayormente) ejercía una influencia similar a la del profesor.

Acabo de describir una «clase interactiva». Con «clase» no me refiero al grupo escolar y con «interactiva» no me refiero a que se usaran nuevas tecnologías, con participación activa de los educandos. El concepto de 'clase interactiva' está acuñado en la filosofía de la ciencia y se opone al de 'clase indiferente'. La diferencia está en si las personas o entes clasificados son conscientes o no de haber sido encasillados. Y se ha argumentado con solidez que, en el primero de los casos, los sujetos sufren la influencia de la clasificación, debido precisamente a ese autoconocimiento, y que, a su vez, influyen en la forma de clasificar y en la ciencia que los estudia, generando un bucle.

Una consecuencia de esta distinción es que las clases interactivas se dan más en ciencias sociales, mientras que las indiferentes abundan más en las ciencias naturales. Un ejemplo de clase indiferente sería el de los microbios, que, por más que evolucionen según las manipulaciones de las que son objeto (responden a una selección; por ejemplo, las bacterias que utilizamos en el yogur tienen más probabilidades de supervivencia), no son conscientes de las perrerías que padecen ni se despeinan por los juicios que albergamos sobre ellas.

Aquí va un intento de buscar un ejemplo de clase indiferente que ataña a seres humanos, y seguimos en el cole: los grupos etarios que determinan a qué curso va cada escolar. En principio, es una clasificación bastante «natural», objetiva. Estaríamos, de entrada, ante una clase indiferente. Sin embargo, a esto también se le puede sacar punta. Un niño nacido en diciembre compartirá aula con otros que hayan nacido casi un año antes que él y verá que se le exige lo mismo. Por el contrario, otro que haya nacido tan solo un mes más tarde, no se someterá a esa presión. Ya estamos influyendo en ellos. Aparte de que las materias que se imparten en cada curso se eligen de forma en parte arbitraria; tal vez en otro país, se enseñen cosas distintas. Conclusión: no es fácil encontrar un ejemplo. Como mucho, diremos que en este caso, estamos ante un grupo indiferente con componentes de interactivo, y es que la oposición entre estos dos términos también admite grises.

Un ejemplo mejor: los grupos etarios que marca el calendario de vacunas. Aquí ya sí estamos ante algo delimitado mucho más nítidamente; el saber que has sido vacunado o no influirá poco en tu conducta (de hecho, ¿quién se acuerda de qué vacunas ha definido?). He encontrado una clase indiferente en personas, pero he tenido que acotar mucho (para un propósito muy específico: para la administración de vacunas) y recurrir a la implicación de nuestros vecinos los microbios.

Llegado a este punto, creo que queda claro que pienso que las razas no existen. En realidad, sí existen en el sentido de que te marcan y están en la cabeza de muchas personas, lo que no es poco (se argumenta esto en este programa, hacia el final). Pero son categorías interactivas. La razón en que me baso es que no existen la esencia negra, la esencia china ni la esencia de ninguna raza; no existe ningún gen, marca o rasgo que sea común a todos los miembros de uno de estos grupos o que sea necesario o suficiente para establecer la pertenencia. El color de la piel no es necesario para ser negro: los hay albinos y con seguridad un racista tuerce el gesto (físicamente o no) ante ellos. Tampoco es suficiente: un blanco español puede adquirir un moreno marbellí, llegar al mismo tono que una persona afrodescendiente y aún así considerarse blanco. Por añadidura, en el improbable caso de que se descubriera tal esencia, faltaría por ver que esta se correlacionara unívocamente con otros rasgos o conductas. De momento, lo que se da en la sociedad es un experimento de Elliot a escala industrial.

Imagen de Doris Metternich, compartida en Pixabay


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